“No puedes pisar fuera de las baldosas”, le dice una niña a su hermanito pequeño. Van camino a casa con su uniforme de colegio. Hay muchos estudiantes de colegio en las calles. Era hora de salida. Los padres esperaban la hora, fuera del colegio, para recoger a sus hijos. El cielo estaba nublado. Había estado en un vaivén toda la mañana, entre momentos nublados y momentos de calor intenso. El verano venía en todo su furor en el último mes, solo dando un descanso en forma de lluvia en los últimos días.

Caminaba por un angosto callejón apartado de las calles de Fredonia. Entre casas y casas, había ropa extendida en las ventanas, cajas de cerveza y una señora secando arepas en la entrada de su casa. Por unas escaleras, subiendo, alcanzó a ver las montañas hacia el noreste del pueblo. Las montañas de El Uvital, tierra natal de Rodrigo Arenas.

La niña y su hermanito jugaban a pisar las baldosas al caminar mientras los esquivo por el angosto callejón para salir a la calle. Suenan truenos a la distancia. Avanzando, la calle del pueblo y sus casas se van desvaneciendo, seguidas por terrenos baldíos y un sendero de tierra que comienza a adentrarse en el monte. En la entrada al monte, se encuentra un señor mayor encorvado, sentado en una piedra. Parecía muy mayor, y era muy flaco. Sus abundantes y profundas arrugas forraban su afilado rostro. Lo miré fijamente por un par de segundos. Tenía la boca abierta y no se movía en lo absoluto. Por un momento pensé que podía ser una especie de muñeco o momia, vigilando el paso al monte. Después de unos segundos, y para mi alivio, cerró y movió su boca.

Callejón de Fredonia
Casa demolida en terreno baldío en Fredonia

Me le acerqué al señor, dudoso. Lo saludé y le pregunté si podía tomarle una foto con el motivo de un “proyecto fotográfico”. Sin embargo, el señor no me escuchó. “¿Puedo tomarle una foto?”, repetí, a lo cual este misterioso personaje se negó. Del cielo comenzaron a caer bullosas gotas de agua.


Las casas de Fredonia no son para lucir, al menos no la mayoría. A diferencia de Jardín y Jericó, pueblos patrimonio cercanos, donde las casas de bahareque, sus colores y su decoración son motivo de orgullo de sus dueños. No, en Fredonia las casas en su mayoría cumplen con un rol más práctico y directo, el de dar vivienda. Por esto, no podría decir que Fredonia tiene una arquitectura especialmente atractiva. En la practicidad, y quizás en la necesidad, muchas casas tienen acabados improvisados. Ladrillo descubierto, desorganizado. Aun así, una que otra casa resalta por su fachada y el cuidado de sus dueños, sea por disponibilidad de recursos, tiempo, atención, o todas las anteriores.

Puerta con tradicional piso en Fredonia
Fachada en Fredonia

En las afueras del pueblo me encuentro con el cementerio del pueblo. Sus puertas y escaleras descendientes parecen invitarme a otro mundo. Al cruzar sus puertas, el ambiente cambia repentinamente. Bajando las escaleras, el silencio me rodea. En la entrada a la cúpula central, a lado y lado hay fuentes sin funcionar de distintos colores. Una verde y una rosada. Quizás antes se lavaban al entrar (¿o salir?) del cementerio. ¿Una para hombres y otra para mujeres?

¿Por qué visito estos lugares? Callejones, cementerios y senderos a montes custodiados. Es por una simple razón: alimentar el hambre de explorar. Conocer nuevos lugares, nuevas calles, nuevos ángulos por los cuales observar la vida.

Anoche, entre sueños olvidados, no podía dejar de asombrarme por el hecho de existir. Y no me refiero solo a existir, ni al de la humanidad, sino al existir de absolutamente todo. El existir del universo, las galaxias y los agujeros negros. ¿Por qué existe todo esto? Más allá de una teoría científica. No cómo, sino ¿por qué? ¿No sería más fácil que no existiera nada? Cuando la mayoría de lo que conocemos con nuestros ojos ya ha dejado o dejará de existir. Aun así, existe todo esto.

¿Por qué existe? Aunque hay días que desconozco la respuesta, hay otros donde la tengo más clara. Para conocer, para explorar, para ver todo lo que podamos con nuestros propios ojos. Para evidenciar la propia existencia, así sea por un efímero momento.

Escultura dentro del cementerio de Fredonia
Cementerio de Fredonia

Al entrar al cementerio, recuerdo lo que me dicen algunas personas: qué miedo, de pronto se le pega a uno un alma. Pero yo solo puedo sentir lo contrario. No se nos pegan almas al entrar a un cementerio. Más bien, nos liberamos de almas. Las acumulamos en la vida y las liberamos al entrar a un cementerio.

Al salir, siento como si dejara una parte de mí, más ligero, más claridad.