Es un día de fresca brisa. Desde el Museo Pedro Nel Gómez, todavía se siente la frescura de las montañas paisas en el aire. En el ambiente, hay aroma de césped podado.
Antes de ser museo, aquí vivía Pedro Nel Gómez, arquitecto, muralista y artista antioqueño destacado del siglo XX. La ubicación de la casa, en las colinas de Aranjuez, la escogió él y su esposa, pues le recordaban el valle del río Arno en Florencia, Italia, donde vivió cuando tenía veintitantos años. La casa todavía conserva sus cuartos originales, el estudio y los murales del artista.
Me tomó por sorpresa lo descubiertos que están los murales en el museo. Entre mural y observador, no había barrera ni vitrina. Los murales estaban ahí, desnudos, para ser admirados libremente, de forma íntima.
El estudio era una habitación rectangular con techo alto, ventanales amplios y un mural que cubría el largo de toda una pared. Había cierto olor particular que no pude identificar. Quizás provenía del mural, o quizás todavía permanece alguna esencia de Pedro Nel, que habría pasado aquí incontables días en su proceso de creación.
Sin embargo, lo que pudo ser en el pasado una casa de campo, ahora estaba rodeada de construcciones. La ciudad terminó por tragarse la casa y, a pesar de permanecer la brisa fresca, la calma y la naturaleza ya no estaban.


Después del museo, bajé al centro de la ciudad. La fresca brisa me acompañó. Esta era un indicio de lo que estaba por venir.
Las primeras gotas de lluvia cayeron mientras terminaba de almorzar en Pizzería Centro. Mientras escampaba y volvía a llover, solo me provocaba un lugar tranquilo con algo de jazz, y tenía el lugar ideal en mente.
Era la primera vez que visitaba El Club de Jazz. En la entrada había una reja de seguridad cerrada y unas escaleras que subían. Toqué el timbre y alcancé a distinguir la figura de un hombre diciéndome algo desde arriba de las escaleras. Su voz fue ahogada por los buses, las motos y los carros pasando por la calle Caracas.
— “¡Estamos cerrados!” repitió más alto para superar el ruido. “A las 5 abrimos”.
Todavía quedaban dos horas y aún tenía nuevos lugares por visitar (pareciera que siempre los hay en el centro).


La vi desde el segundo piso del mercado Placita de Flórez, entre locales vendiendo palo santo, hierbas medicinales y matas varias. Ella se movía de un lado a otro, atendiendo su local. Tenía una energía difícil de ignorar. Cuando bajé al primer piso, su piso, pude ver cómo su energía atraía también a otras personas. Al frente de su pequeño local, a un costado, había dos hombres con uniforme de carnicería tomando cerveza. Eran las 4 p. m. de sábado y ya era hora de relajarse. Al otro costado, un hombre comía galletas con leche. Desde el local de enfrente la llaman: “¡Mona!”. Me hice entre los carniceros y el hombre comiendo galletas.
Miré el anuncio de arriba para ver qué pedir.
— “¿Si ve que sí miran el anuncio?” le dice la Mona a los carniceros. “Mañana me lo cambian, ese ya está muy viejo”.
Mientras guardaba unas cervezas Costeñitas en la nevera, le pedí una.
La Mona atraía a las personas. Venían a saludarla, a comprarle cigarrillos, a comprarle pastillas. Desde la carnicería de enfrente, la llamaban para invitarla a salir. Iba de aquí para allá. Saludaba a las personas. Se reía, hacía comentarios y ponía música.
— “Esta es la última de El Heredero, seguro va a ser número uno”.
Su energía la transmitía de forma natural, y yo la recibía alegremente. Estaba en un pequeño mercado, pero parecía una fiesta. Luego de tomar la Costeñita, le pedí un tinto. Sus dos ayudantes, dentro del local, tomaban cerveza michelada.
— “Las invitaron y ya a esta hora pueden tomársela”.
El café estaba caliente, sencillo, delicioso.
— “¿Cómo le pareció el tinto? Es de greca, fresquito”.


Cuando fueron las cinco, volví a El Club de Jazz. En su entrada, ahora decía: “Entradas agotadas”. No sabía que había un evento. Hoy hay concierto de boleros en vivo. En la entrada, el personal me deja pasar antes de que comience el evento.
El interior estaba poco iluminado. La casa la habían renovado antes de la apertura del club. La decoración era oscura, el techo era de caña descubierta. Yo era el único cliente en el club mientras la banda practicaba para su evento. Había un piano (Yamaha, estrenado hace dos semanas), un bajo acústico, una batería y la cantante.
La lluvia comenzó a caer de nuevo, y con ella, algunas goteras caían por el muro. Es una casa vieja y era algo de esperarse.
Sentado solo en el club de jazz, escuchando la banda practicar. Pocas personas estarían dispuestas a ponerse en estas situaciones. Por mi parte, estaba cansado de tratar de encajar con lo que es normal o no. Había estado tratando de medirme con dos varas: la mía y la de los demás. Pero, ¿no es muy fugaz la vida para preocuparse por cumplir las expectativas de los demás?
El techo continuaba goteando, entrecolándose por el muro y cayendo sobre un letrero que decía “Sala Orleans”.
— “¿Todo está bien aquí?” me preguntó el personal del bar. “Aquí antes caía una gotera”.
Estaba todo seco a mi alrededor. Era el único cliente, y no podía estar más a gusto. Lluvia y jazz, y este lugar solo para mí.