Pase lo que pase, a las 7 a.m. debo cruzar la puerta y salir. Esa era la regla de hoy. Una medida para aprovechar al máximo el día. No sé del todo qué visitaré, pero a las 7 a.m. debo estar afuera.
A las 6:50 a.m., listo y hasta con café preparado para llevar, comienzo a dudar. ¿Para dónde voy? Empiezo a dudar incluso de cómo voy vestido. Afuera a las 7 a.m. se enciende la advertencia desde algún rincón de mi mente. Sea como sea, a las 7 afuera.
Cinco minutos antes de las 7 a.m. salgo a la calle tal cual estoy, pero la mente continúa maquinando. Empiezan a surgir temores e inseguridades como volcán de lodo. ¿De dónde sale todo esto? La gente me va a mirar raro; voy a sobresalir; voy a ser un blanco fácil, me van a robar…
Solo cuando empiezo a mover el cuerpo, las dudas y los temores desaparecen poco a poco, por ahora. Solo avanza y en el camino encontrarás la respuesta.
A las 7:30 a.m. llego a la estación de metro del Poblado. Ya rebosando de vida, las personas salen de la estación como un río, mientras que yo parecía el único intentando entrar, en contravía de todas las personas.
Mientras suena Un te amo de Luis Miguel por los parlantes de la estación es que tengo claro hacia dónde ir. Tomo el metro en dirección a La Estrella, para caminar por las antiguas vías del ferrocarril.
Viajando en el metro, veo ya los rayos del sol afirmando la llegada del día. El metro sigue el río Medellín, esa masa de fluido café destinada a correr por un cauce de concreto.
En la estación de La Estrella, la última del metro, comienzo a caminar hacia las antiguas vías del ferrocarril. Lo que sigue después quizás no fue una buena idea de mi parte. El camino hacia las vías cruzaba por moteles, lotes de carros chatarra apilados y calles vacías.
Cuando me encontré con el camino por donde pasaban las vías, me metí por una sección donde pasaba un sendero peatonal con muros de cuerpo completo a lado y lado.
En el sendero, luego de una curva, aparecieron en el camino dos hombres sentados a cada lado, cada uno rodeado de alguna basura y chatarra. Yo estaba solo en el sendero y ellos estaban también ahí, en mitad de la nada. Todo mi cuerpo gritaba devuélvete, esto está raro. Si algo pasa y estos hombres tienen alguna intención, no tendría escapatoria ni habría quien me ayudara.
A pesar de esto, continué avanzando, tratando de ocultar cualquier temor. Estos son todos los temores que había en mi mente antes de salir, haciéndose realidad. Sálvame por favor. Lo único que se me ocurrió al pasar entre los dos hombres fue decir “buenos días”. Uno de ellos me respondió con un “buenos días” en tono neutral. Los pasé y seguí caminando hasta llegar al siguiente cruce, y cuando me sentí más en control de la situación, di una vuelta por otra vía y regresé a la estación de metro.
¿Estaba todo en mi cabeza? ¿Estoy siendo paranoico? ¿Dándole rienda suelta a todos esos temores? Es posible. Quizás en otra ocasión no me hubiera sentido así.
Fue solo de regreso a la estación y tomando un poco del café que había preparado, que pude calmar la mente.
Después de esto, solo se me ocurría ir a un lugar que sabía me traería alegría. Luego de varias estaciones, a las 9 a.m. llegué a la estación Suramericana, a visitar el monumento La vida, tentación del hombre de Rodrigo Arenas Betancourt.


El cuerpo sabe cuándo está en el lugar correcto, y así se siente estar en el barrio Suramericana. Hay viejitos caminando en los parques. Está la facultad de arte de la Universidad de Antioquia y la Biblioteca Piloto. En fin, se respira arte y cultura.
La vida, tentación del hombre es una obra para admirar desde todos los ángulos. Su forma en espiral que asciende al cielo surge de un estanque en forma de huevo. De ese estanque surge una calavera, una mujer, el maíz y un hombre alcanzando las estrellas.
Luego de caminar por el barrio, crucé el río Medellín para llegar al centro. A la 1 p.m. paré a almorzar en Godivas, un centro Hare Krishna con un restaurante vegetariano en el tercer piso. Desde aquí, se ven algunas esculturas de la Plaza de Botero y la iglesia de Veracruz. También se ven prostitutas, vendedores ambulantes con sus carretas y sus parlantes, y turistas. Es una mezcla tan particular y ecléctica, que es hasta de admirar.
Después de almorzar, ya sintiendo el cansancio de caminar y del calor, di varias vueltas por el centro sin ningún rumbo en particular. A las 3 p.m. paré en el Salón Málaga a tomarme un café y escuchar un poco de tango antes de regresar a casa.

