—¿Le puedo tomar una foto? —les pregunté.
Tenían una olla donde fácilmente cabía un niño. Apenas prendían la leña debajo de la olla para calentar el agua. Me detallaron la ambiciosa lista de carnes que deseaban preparar adentro. Sancocho, esa era la meta.
—Where are you from? —me preguntó en ingles uno de los “chefs” alrededor de la olla mientras colocaba leña bajo el improvisado fogón. Estaban en una esquina del Barrio Obrero, en Envigado.
—¡De aquí de Medellín! —traté de decir con mi mejor acento paisa.
Quizás no es muy común que los locales pasen por estas calles tomando fotos a los sancochos de domingo, o quizás el sombrero de borde ancho, tipo safari, me hace ver como un viajero de tierras lejanas.
—Ahora en la tarde pasa por aquí para que pruebe —era una invitación a probar el colosal sancocho que iban a preparar, uno que, juzgando por la olla, podría alimentar a tres cuadras del barrio. Un poco de curiosidad y un poco de coraje, eso es todo lo que se necesita para abrirse a las personas.


Mientras escribo esto, escucho la lluvia caer desde la terraza de la Biblioteca de Otraparte. La lluvia comenzó justo cuando había terminado de zigzaguear por las calles del Barrio Obrero.
¿Qué pensarían los locales al ver a un paisa por sus calles, con pinta de turista, cámara en mano, fotografiando las cosas más mundanas? ¿Qué encontrará aquí de interesante?


¿Por qué le tomará foto a esto?, se preguntarían los chefs de ese sancocho (¿sancochefs?).
Por más inspiradores y necesarios que sean los grandes monumentos, estos tienden a ser estáticos. En cambio, en la rutina de domingo del Barrio Obrero —donde salen las viejitas y los viejitos a comprar verduras en la mañana, donde las personas lavan sus carros en las calles con devoción y empeño, y donde las calles se convierten en una cocina para sancochos y para compartir— ahí es donde se encuentra el verdadero pulso de la vida.
