Llega la tarde en Guatavita y cargo mi morral de viaje conmigo. No tengo dónde dormir esta noche. El hospedaje de la noche anterior terminó siendo una decepción. Lo debí saber. Al reservarlo, las palabras “bar” y “disco” hacían parte de su nombre. Fue una señal de alerta que decidí ignorar, persuadido por las aparentes buenas calificaciones en Booking.
Cuando llegué ayer a Guatavita, buscaba tranquilidad y un lugar para pensar. Caminando hacia el hospedaje por la plaza principal, podía escuchar una fuerte música a la distancia. Mientras más me acercaba, más fuerte se hacía. Resultó provenir del hospedaje. La música terminaba a las 11:00 p. m., cuando cerraban el bar, discoteca y karaoke, y comenzaba a las 5:30 a. m., cuando abrían el gimnasio. Venía por calma y terminé en este lugar, pensé. Si tengo que regresarme, lo haré, pero no pienso quedarme una noche más en el lugar más bulloso de un tranquilo pueblo.
Cargando mi mochila y la incertidumbre de dónde hospedarme, pasé por la oficina de turismo.
—¿Para información de turismo? —pregunté.
Me señalaron a un caballero a la derecha. Alonso.
Antes de poder preguntarle por hospedajes, me preguntó:
—¿Dónde te estás quedando?
Tuve que contarle mi experiencia, si tan solo para compartir mis lamentos y dejar de cargarlos.
—Sí, ese hospedaje no es para alguien buscando algo de paz —dijo—. Hay un torneo de ajedrez este fin de semana, así que puede ser difícil encontrar hospedaje, pero creo que podemos encontrarte algo.
Me dijo que lo acompañara y que dejara mi morral en la oficina. Tenía todas mis pertenencias ahí, y la oficina estaba abierta al público.
—De verdad, está bien —me dijo—. Guatavita no es como otros lugares.
Me llevó a un café en la plaza principal, donde conocí a Jorge. Le conté mi experiencia de la noche anterior y sintió simpatía conmigo.
—Siéntate, ¿quieres un tinto?


Jorge, además del café, administra un hospedaje en la plaza. Tenía un grupo de ajedrecistas próximos a llegar para la competencia, pero igualmente me hizo espacio en una habitación. Antes de llevarme al hospedaje, regresé a la oficina de turismo para recoger mis pertenencias, donde seguían tal como las dejé.
—Es un lugar sencillo —me dijo Jorge, mientras me mostraba la habitación en la esquina del histórico edificio, con ventanales y balcones que miraban hacia la plaza, la iglesia y la represa de Tominé a lo lejos—. La campana de la iglesia suena cada media hora.

Temprano en la mañana siguiente, busco explorar cada calle y rincón de Guatavita. Antes de las 7 a. m., no hay un alma en las calles. Es día de semana y el pueblo está tranquilo y sin mucho movimiento. En fines de semana sería otro cuento, cuando llegan de Bogotá visitantes a pasar el día y comer postres.
Mientras camino, siento que sigo cargando algo conmigo, a pesar de no llevar ya mi mochila. Vine a Guatavita después de presentar unos exámenes en Bogotá para un programa de estudios en el exterior. Fue un proceso de meses de esfuerzo y que podría acabarse con estos exámenes. Parte de este texto lo escribo debajo de mis apuntes para el examen.
No hay personas en las calles a esta hora. Camino por calles vacías, pasando por la plaza de toros, el cementerio y la escuela de música. ¿Qué estoy cargando? Al fin, en la calle principal, encuentro movimiento y vida en una pequeña panadería. Es día de semana, hay personas tomando café y desayunando antes de empezar el día. La panadería es simple, humilde. El producto estrella a esta hora es el pan hojaldrado, recién horneado y a menos de mil pesos cada uno. También venden changua y cocinan tamales en un tambor a vapor en la entrada. Es una panadería sencilla, limpia, con mucho movimiento, sin pretensiones. Los empleados trabajan diligentemente atendiendo y limpiando. Un lugar con propósito y cariño y honesto puede cambiarle a uno el día. Un par de panes hojaldrados y un café me ayudan a soltar algo de lo que cargo dentro de mí.


Ya es la tarde y camino por un sendero rural hacia la cima del cerro Montecillo. El ambiente se siente tranquilo mientras paso por una virgen tallada dentro de una piedra. Antes de comenzar el ascenso, recibí la llamada que estaba esperando. Los encargados del programa de estudios llamaron a darme la noticia: no continuaría en el proceso.
Llego a la cima del cerro y descalzo mis pies para plantarlos en el suelo, cargando y descargando energía. Comienza el atardecer y me siento bien. Quería calma y la obtuve. Cómo terminé acá es una fortuna, una confabulación de hechos y coincidencias. Ya no hay tiempo para los si hubieras. Vine a Cundinamarca a tentar al futuro, a expandir el universo de lo que es posible y a cristalizar un sueño que se asoma en las noches entre la neblina de mi mente. El sueño sigue ahí, incrustado en algún rincón. Quizás esta no será la forma, pero siempre hay otro camino que podrá llevarme.

