Son las cuatro de la tarde y las nubes amenazan con una corta llovizna. Hace calor y la temperatura no desiste en el barrio de San Diego, Cartagena. Buscando una pausa del bochorno, me encuentro con la Refresquería El Che. La refresquería es una rareza en San Diego, una tienda de barrio en medio de una ciudad amurallada con altos costos de renta, adornados restaurantes y bares, y elegantes centros comerciales. Aun así, esta pequeña tienda permanece aquí, con sus livianas sillas de plástico, su son cubano, y cerveza a la venta.
El Che escasamente ha cambiado en los últimos años. En sus estanterías detrás de la barra se venden productos de uso diario: aceite de cocina, huevos, servilletas, entre otros. Parte de la barra está compuesta por cajas de plástico, esas que usan los camiones para transportar bebidas. Colgados en las paredes hay artículos que aluden a la historia de la refresquería en San Diego. Muestran al Che, el dueño original y llamado así por su tosca semejanza con el Che Guevara. Su nombre real era Agustín Orozco Arbeláez y, tras su fallecimiento en 2017, su hermana Julia continuó administrando la refresquería y asegurando su permanencia.
La refresquería se mantiene aquí. La hermana del Che, cerrando puertas de neveras que los clientes van dejando abiertas. Las mismas mesas, la misma distribución, los mismos parroquianos. La vida continúa y no hay nada que podamos hacer. ¿Cuánto tiempo más permanecerá esta tiendita, última en su categoría en esta esquina del barrio San Diego?
Al salir de la refresquería, y sin rumbo fijo, me subo a las murallas de San Diego. El calor cede tenuemente y ya se siente la brisa más fresca. A lo lejos, detrás del Centro Comercial La Serrezuela, se divisan cometas elevándose en el cielo. Decenas de ellas ondean desde algún lugar cercano al Baluarte de Santa Catalina.
Al llegar al baluarte, me encuentro con una puerta que nunca había visto abierta. Conduce a un oscuro túnel al interior de la muralla, aunque no estoy seguro a dónde lleva. Lo que sí es seguro son las voces y los gritos de niños en su interior. De la oscuridad salen niños corriendo, algunos riendo, otros asustados. Me adentro por la misteriosa puerta, cruzándome con más niños en el túnel.
Bajando por la pendiente, hay un giro a la izquierda y una luz al final del túnel. Este desemboca en el Espigón La Tenaza, fuera de la ciudad amurallada. En la salida esperan dos niños, uno trata de convencer a otro más pequeño de cruzar el túnel, pero este tiene miedo y necesita varios intentos para ser persuadido. Una vez cambia de parecer, entra corriendo al túnel, como queriendo acabar con la experiencia lo más rápido posible.
En el espigón, el ambiente es completamente distinto al del interior de la ciudad. Un mar de personas, niños, familias y parejas, elevando cometas. Se siente la energía en el aire. Los niños corren tratando de elevar sus cometas, otros intentan desenredarlas, y algunos ya se han rendido para jugar otra cosa.
De nuevo en la ciudad amurallada, y con la tarde cayendo, hago una parada en la Plaza San Diego antes de terminar el día. En la plaza, desde las paredes y ventanas de la universidad de Bellas Artes se escuchan trompetas. Llego justo a tiempo para la apertura del puesto de Doña Dora, un carrito de comida callejera que vende arepas de huevo, kibbes, carimañolas y otros fritos caribeños. Siendo uno de mis últimos días en Cartagena, no puedo evitar darme un festín de platos caribeños. Me decido por mis tres favoritos: kibbe, carimañola de queso y arepa de huevo. Una trifecta de fritos que representa mi comida callejera favorita en Cartagena. Mientras como, sentado en la plaza, veo pasar los carruajes de caballos, estudiantes entrando y saliendo de la universidad, y personas que llegan a Doña Dora para calmar antojos y el hambre de la tarde.
Camilo Mazo es aventurero, fotógrafo y autor de Fukuoka to Naples. Ha viajado, trabajado y documentado culturas en Asia, Oceanía, Europa, Norteamérica, Centroamérica y Sudamérica, explorando perspectivas de vida de distintas culturas a través de sus relatos y fotografías.
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